martes, 1 de noviembre de 2011

¡Es el consumo, estúpido!

¡Es el consumo, estúpido!

James Livingston, New York Times, 25-10-11

Traducción de Antonio José Antón Fernández


Como historiador de la economía que lleva estudiando el capitalismo americano desde hace 35 años, voy a desvelarles el secreto mejor guardado del último siglo: la inversión privada -esto es, usar los beneficios empresariales para incrementar el rendimiento económico y la productividad- en realidad no impulsa el crecimiento económico: son el gasto estatal y el consumo los que lo hacen; la inversión privada ni siquiera es necesaria para promover el crecimiento.


Esta es, por decirlo suavemente, una afirmación controvertida. Los economistas les dirán que la inversión por parte de las empresas es la fuente del crecimiento, porque es la que pone el dinero para la maquinaria o equipamiento que crea puestos de trabajo, incrementa la productividad del trabajo y aumenta los ingresos de los trabajadores. Como resultado, oirán a los políticos insistir en que mayores incentivos para los inversores privados -menos impuestos sobre los beneficios empresariales- llevarán a un crecimiento más rápido y equilibrado.


La opinión pública parece estar de acuerdo. Según una encuesta de mayo del New York Times y CBS News, la mayoría de norteamericanos creen que aumentar los impuestos a las grandes empresas "desanimará a las compañías norteamericanas a la hora de crear empleos".


Sin embargo, la historia nos muestra que esto es erróneo.


Entre 1900 y 2000, el producto interior bruto real per cápita (la producción de bienes y servicios por persona) creció más del 600 por ciento. Mientras tanto, la cuota de inversión neta empresarial en descendió en un 70 por ciento del PIB. Es más, en 1900 casi toda la inversión provenía del sector privado -de empresas, no del gobierno- mientras que en el año 2000, la mayor parte de

la inversión procedía del gasto estatal (surgido de los ingresos fiscales) o "inversión residencial", que quiere decir consumo en viviendas, más que en inversión privada en maquinarias, equipamiento y salarios.


En otras palabras, durante el último siglo, la inversión privada neta se atrofió, mientras el PIB per cápita aumentó espectacularmente. ¿Y cuál es la fuente de ese crecimiento? Un mayor consumo, junto con -y amplificado- por el gasto público.


Los arquitectos de la "revolución Reagan" intentaron invertir esta tendencia como solución a la estagflación de los años '70, pero no pudieron. De hecho, la inversión privada o empresarial continuó en declive a partir de los años '80. Peter G. Peterson, antiguo secretario de comercio, se quejaba de que el crecimiento real desde 1982 -después de la política de Reagan de recorte fiscal a las empresas- coincidió con "de lejos, el esfuerzo más débil de inversión neta en nuestra historia, tras la posguerra".


Las bajadas de impuestos del Presidente George W. Bush produjeron efectos similares entre 2001 y 2007: un crecimiento real en ausencia de nuevas inversiones. Según la OCDE, las ganancias reservadas de las empresas [retained corporate earnings] que se mantienen al margen de la inversión suman ahora cerca del 8 por ciento del PIB, una cantidad increíble, a la vista de la crisis

de desempleo a la que nos enfrentamos.


De modo que los beneficios empresariales no impulsan el crecimiento económico; no son más que inacabables sumas de capital sobrante [surplus capital] listas para inundar los mercados especulativos domésticos y exteriores. En los años '20, inflaron la burbuja del mercado de valores, y después causaron la Gran Depresión. Desde la revolución Reagan, estos beneficios superfluos han alimentado las fusiones y OPAs, han impulsado la burbuja de las puntocom, han financiado el sistema de “shadow banking” y sus hedge funds, han blindado los vehículos de inversión [securitized investment vehicles], han acelerado los desastres monetarios en ambos hemisferios, e inflado la burbuja inmobiliaria.


Entonces ¿por qué tantos americanos apoyan la reducción de impuestos a las ganancias empresariales, mientras insisten en que el ahorro es la panacea para nuestras dolencias económicas, a nivel individual y nacional? ¿Por qué el 99 por ciento debe mirar hacia la élite del 1 por ciento, cuando está en juego nuestro futuro económico?


Gran parte del problema es que dudamos del valor moral de la cultura del consumo. Como la austera hormiga que reprende al saltamontes por su irresponsabilidad ante el cercano invierno, pensamos que ahorrar es lo correcto. Incluso cuando compramos despreocupadamente, sentimos que si pudiésemos contener nuestros deseos, nos estaríamos labrando un futuro mejor. Pero

estamos equivocados.


El consumo no solamente es la clave para la recuperación económica a corto plazo; también es necesario para un crecimiento equilibrado a largo plazo. Si nuestro objetivo es reparar nuestra maltrecha economía, deberíamos invertir en cultura del consumo -y ello implica una redistribución de los ingresos, de las ganancias hacia los salarios, a través de la política fiscal y reforzada por el gasto público. (El creciente déficit comercial que pueda producirse no debería disuadirnos, puesto que una gran parte de las importaciones manufacturadas vienen de corporaciones multinacionales de propiedad norteamericana, que operan a nivel mundial).


No necesitamos que agentes de bolsa, analistas y directores generales -el 1 por ciento- recolecten y gestionen nuestros ahorros.

En vez de eso, los consumidores tenemos que ahorrar menos y gastar más en nombre de un futuro mejor. No es necesario que maniatemos a la hormiga; más bien deberíamos comenzar a escuchar al saltamontes.


James Livingston, profesor de Historia de la Universidad de Rutgers